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martes, 13 de diciembre de 2011

El pasado, a veces, se convierte en presente.

Tantas emociones no se pueden condensar en unas cuantas palabras. Un día normal se puede convertir de repente, en uno de los mejores días de tu vida cuando llaman al timbre y tras la puerta se encuentra una persona que adoras y añoras, que por desórdenes cotidianos del día a día, por avatares de la vida o simplemente por dejadez, vaguedad o vergüenza, hace más de quince años que no ves. Y tras tantos años, que pasaron en dos días, puedes comprobar que esa persona sigue siendo la misma niña que era entonces, misma sonrisa dulce, misma mirada triste que empalaga, misma belleza angelical, que parece que no hubiesen pasado más que ese par de días que fueron años. Con la única diferencia de ser un poco más responsable, un poco más madura y un poco más madre que entonces. Y de repente recuerdas aquellos veranos con la casa inundada de parientes forasteros, las habitaciones llenas de colchones por los suelos, las comidas por turnos, los juegos incesantes por la casa de quienes entonces éramos los niños, sin dejar a los mayores descansar a la hora de la siesta. Y recuerdas con nostalgia las cartas infantiles que nos enviábamos cuando apenas sabíamos escribir, y las postales de navidad, que diciendo “Feliz navidad y prospero año nuevo”, decían “Te quiero mucho, te añoro, ojalá pase pronto el año para que otra vez vuelva a ser verano y nos volvamos a encontrar”. Recuerdas también los montones de chucherías que nos traía la tía Isa de su kiosco, en aquellos tiempos que tan poco dinero gastábamos los niños, y suponían un tesoro inigualable. Recuerdas cómo repartíamos como hermanos tan preciado tesoro, y luego no comíamos la cena, pues estábamos empachados con tanto dulce. Y los Cola Cao con galletas, y los pollitos de colores, y los dibujos en la pared, y el escondite por el laberinto que era mi casa…

¡Qué felices éramos cuando éramos felices!

Todos estos cientos de recuerdos que se esconden tras la esquina de hace apenas veinte años, se agolparon de repente tras abrir la puerta y volver a gozar de tu sonrisa, de tu mirada, de tu belleza. Veinte años que pasaron hace dos días… y el mismo sentimiento a la despedida, el mismo “no soporto que te vayas” de cuando éramos niñas.

No puedo dejar de arrepentirme por no haberte acompañado en los momentos importantes de tu vida, en los éxitos y fracasos, y de haber dejado de escribirte esas postales, que diciendo tan poco decían tanto.

Te quiero, Pri.

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