No he podido dejar de pensar en
negro. El negro era sin duda mi color. Negro, necrosado tenía el corazón. Por
eso, tras el dolor, el vacío, el desamparo, tocaba abrir las ventanas y airear
la casa. Hacer limpieza. Empecé a tirar cosas. Todo lo mío. Mi pasado.
Pertenencias que no tenían valor alguno, más que el peso de los años que habían
permanecido guardadas. Y ropa. Mucha ropa. Quizás este sea un dato normal para
cualquier individuo, pero yo, no sé por qué extraña circunstancia, estaba
guardando ropa desde hacía más de quince años. Este vestido de la boda de
fulanita, esta blusa porque la llevé el día de mi graduación, la camiseta de
aquel concierto, el pañuelo de aquella noche tan extraña en que nos besamos,
los vaqueros que me compré pequeños y que, en un acto puramente iluso, no
descambié porque pensé que un día llegaría a ponérmelos. Y pasan los meses y
pasan los años, y cada vez que ves los vaqueros te ríes por lo tontas que
fuiste, ¿cuándo pensabas entrar tú ahí dentro?, y vuelves a doblarlos y
ponerlos en el ropero, por si un día llego a ponérmelos. El vestido largo negro por si un día voy a
una cena elegante. En 36 años que tengo, todavía nunca he ido a una cena
elegante. Y el abrigo este por si voy al campo, como aquella que está en el
campo fin de semana sí, fin de semana también. Y esto tan mono por si alguna
vez tengo una hija. Si alguna vez tengo una hija espero que nunca se ponga las
mierdas que vestía su madre… y en fin, todos los “porsi” inimaginables habidos
y por haber en una cabeza hueca.
He sacado el negro del ropero y voy a llenarlo
de color. Creo que es una buena manera de empezar a cambiar el tono de lo que
todavía viste de negro.
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