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miércoles, 6 de junio de 2012

El metro de Madrid

Una hormiguita obrera, sin oficio ni beneficio, engalanada con sus mejores galas, sale de su hormiguero para vender sus manos y su mente a cualquier postor sin escrúpulos. Entra al submundo y se encuentra con otra hormiguita, y con otra y con otra hasta formar parte de la marabunta de hormiguitas ornamentadas que malvenden su alma y su cuerpo por una cáscara de pipa o una hoja seca que le dé cobijo. Las hormigas, provenientes de todas partes del mundo y de todas las maneras posibles: grandes, pequeñas, negras, rojas, herbívoras, carnívoras… corren incesante por los túneles subterráneos en direcciones opuestas, contradictorias, formando figuras móviles desde el cielo del infierno. Y vuelven exhaustas de sus destinos oprimidos, ojerosas, somnolientas, abatidas tras la larga jornada de traqueteo incesante, anónimo, arrastrando sus diminutas preocupaciones mientras los enormes pies, cubiertos con caros zapatos, amenazan a pisarlas en cualquier momento. Las hormigas fluyen a millones, días tras día, bajo el suelo del mundo donde se toman las decisiones que marcarán su futuro. El tiempo apremia.

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