En estos tiempos de crisis moral permanente, en los que tan
siquiera el Papa se cree digno de su puesto de responsabilidad ante Dios, y en
contraposición de la ausencia de otras abdicaciones, que serían sin duda más
aplaudidas (pues poco me importa a mí quién sustente el más alto cargo en lo
que se reconoce como la mayor pantomima moral reconocida en la historia). No
obstante, ante la magnánima importancia histórica del hecho en sí, quisiera
dedicar esta entrada a todas aquellas personas humildes que abrazan la religión
cristiana, pues, sencillamente, es la religión en la que le educaron y no
conocen ninguna otra, y, como tal, cumplen con los reglamentos y dictámenes que,
años atrás, unos cuantos hombres poderosos impusieron para poder así manejar
mejor a su pueblo y que hoy día, como está más que visto, quedan muy lejos del
sentir y actuar de esa élite aristocrática en la que se han convertido los
“siervos de Cristo”, que siguen imponiendo los mismos preceptos a su pueblo,
tales como la bondad, la humildad, la pobreza, la honradez (y más conceptos
propios de una clase obrera, sumisa y oprimida).
Comprendo a todo
aquel que siga un dogma religioso, como el que sigue un manual de buenas
costumbres, es decir, aquel que centra su fe en los preceptos que invocan la
buena voluntad o praxis del Hombre, acompañándolas con mitos y leyendas que
facilitan un aprendizaje de las mismas. De la misma manera que rechazo a
aquellos otros que abrazan la religión motivados por ganarse una plaza en el
paraíso del nunca jamás. ¿Qué sentido tiene vivir una vida en pro del “más allá”
si lo único que tenemos claro es el “más acá”? La doctrina podría decir: “Sed
buenos los unos con los otros y tendréis la recompensa de haber sido buenos los
unos con los otros”, simplemente. ¿Bienaventurados los pobres porque de ellos
será el reino de los cielos? Bueno…, no hay palabras. Es como decir “no tonto,
si tú tienes más suerte, porque cuando te mueras lo vas a pasar de vicio,
mientras que yo lo estoy pasando de vicio durante la vida”. ¿Cuántas veces, de
pequeños, hemos escuchado eso de: “Vas a ir al infierno”? Y nosotros, como
niños que éramos, nos acojonábamos. Ni que no viviéramos ya en el infierno, o
en el cielo, ¿Quién lo sabe? Quizás estemos muertos y ahora estamos viviendo la
recompensa de nuestra pasada y olvidada vida.
Yo no sé si fui buena o mala en la vida. Lo normal sería que
fuera un poco de las dos cosas. Lo que está claro es que veces no sé muy bien
dónde estoy. ¿Qué más Cielo puede haber que estar a solas contigo?, ¿qué más
Cielo, que un segundo de placer?, ¿qué paraíso puede mejorar la catarsis
absoluta de saborear un pedazo de buen chocolate, un cigarrillo después de
comer escuchando aquella melodía tan especial que eriza los sentidos?, ¿qué
placer supremo puede ser mayor al de tus besos y caricias, al del calor de tu
cuerpo cercano en una noche fría de lluvia y tormenta que se hace
interminable?, ¿qué puede ser más gratificante que la sonrisa sincera, limpia y
pura de un hijo?, ¿qué inmensa eternidad puede compararse con la belleza
infinita de un rayo hundiéndose en la mitad de las olas de un mar intempestivo y
violento ante un horizonte de malvas, fucsias y violetas? Y, en igual grado,
imaginando que hemos hecho las cosas tan mal que en el examen final de vida
suspendemos, y por lo tanto estamos abocados a sufrir y padecer los agravios de
un infierno cruel, desolador e infinito, ¿qué nos puede ofrecer este infierno
tan temido, qué será tan terrorífico que no hayamos ya vivido? ¿Quizás haya algo
peor que las enfermedades que sufrimos y sus constantes amenazas, algo más
insoportable que los asesinatos que comemos cada día, peor que las violaciones,
los maltratos, las injusticias que de una u otra manera estamos obligados a
padecer?, ¿hay peor que la mentira, que los abusos de poder? ¿Puede haber algo
peor que ver morir a un hijo, víctima de una guerra de la que ni él, ni su
madre, ni nadie de su familia tiene
culpa? ¿Qué infierno, más allá de la muerte, puede ser más cruel que aquel otro
infierno, antes de la muerte, que vive un niño de trece años en su propio
colegio, cuando todos sus compañeros se ríen a diario de él por ser pequeño, o
grande, o gordo, o flaco, o listo, o torpe, o callado, o sensible, o bueno…?
¿Cómo, en definitiva, puede existir un infierno peor que el que imponen los
intereses de poder y las rivalidades de las distintas religiones ya existentes?
No hay nada después de la muerte. No más Cielo ni más
infierno que el que vivimos durante la vida. Nada peor y nada mejor. Esta es,
para bien o para mal, la cara y la cruz. Sin religión existe un mundo más cercano al cielo ¿Qué elijes tú?
No quiero esperar un Cielo, me quedo con mi cielo, aquí,
ahora, viva.
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